Produciendo para los artesanos de la Catedral

Paisaje rural.

Por Eduardo N. Cordoví Hernández

HAVANA TIMES – No fui el único que emigró hacia el clandestinaje entre los tantos artesanos que, de una forma u otra, nos habíamos encaramado en el tren de la libertad económica por cuenta propia. En aquellos primeros años, comencé a venderle mi producción semanal a los artesanos de La Plaza de La Catedral en La Habana Vieja.

Para no andar como un electrón libre y hacer como dice el refrán: «lo que hace Vicente, que es, ir también a donde va la gente» y, para no crearme un problema futuro, inicié mis trámites para obtener una licencia de venta, dentro de la ley.

En realidad, no pude, era casi imposible. Había ya demasiadas y no había localidad, espacio y ¡si acaso! resultaba una inversión carísima en dólares y yo carecía de fondos. Además, no iba a ser realmente mi línea, si me ponía a vender ¿cuándo iba a producir? No se puede estar en misa y a la vez repicando las campanas y, licencia como productor, era ya más probable conseguirla. Y la obtuve.

En los inicios, como dije, era solo en dinero cubano, creo que unos trescientos y pico de peso mensuales. Pagué dos meses y la cancelé al término, porque me di cuenta del riesgo. No soy un hombre de negocios, solo estaba trabajando para ganar un mínimo necesario, para tener tiempo para escribir mis libros y leer los de otros, no para obtener ganancias y, por eso, no tenía una reserva. Nunca he sido un tipo práctico. La solución era continuar fuera de la ley, al pecho. Gracias al Cielo, jamás me detuvo la policía, ni un inspector económico, fue como si yo fuera invisible.

En mi bicicleta china, y con mi mochila cargada de tallas de madera, todos los sábados al mediodía, iba de mesa en mesa tratando de vender mis piezas. A veces las vendía a precios muy bajos con tal de que me pagaran al contado todo. Tengo que creer en Dios, porque sé que yo debía clasificar en el grupo de los más malos, no voy a decir «escultores», sino talladores de La Habana.

Es que de alguna rara manera que no puedo explicarme, un par de jóvenes hermanos quienes vivían en Mantilla y que era vendedores en una de las mesas de más capacidad, me hicieron una propuesta conveniente e increíble: me comprarían fijo cada semana toda mi producción a la mitad del precio adelante y, la otra mitad, la cobraría la semana próxima, aunque no se hubieran vendido las piezas todavía: más la mitad del dinero de esa otra producción semanal.

De modo tal, cobraría siempre todas las semanas y tendría un dinero completo y una mitad en deuda que cobraría con seguridad la semana siguiente. Tenía, además, otra ventaja: no tendría que ir a la Catedral, ni andar con miedo por los inspectores pues, como yo vivía en Lawton, me era más cómodo llevarles las piezas a su casa en Mantilla. Así de esta manera, estuve trabajando para ellos durante mucho tiempo hasta que un día cambió mi suerte.

Fue cuando una tarde tocó a mi puerta un vecino del barrio, un conocido de vista, cuyo nombre ni siquiera sabía ni ya hoy recuerdo. Venía con su hijo, un joven corpulento que vivía desde hacía años en Pensilvania, en los Estado Unidos, quien quería que le pintara varios cuadros de representaciones de orishas, es decir, deidades de la religión yorubá. Se trataba de seis cuadros de cincuenta centímetros por sesenta y cinco.

En principio era un trabajo no creativo, es decir la aplicación de un poco de oficio para reproducir unas láminas impresas de lo que quería y que algunas se las había bajado él mismo de internet. Parecía algo muy fácil y de hecho lo era, a pesar de que nunca me ha gustado pintar cuadros de otros, a menos que fuera el reto de copiar a un clásico.

Por otra parte, quería llevarse los cinco cuadros al término de una semana, algo que era prácticamente imposible. Ni siquiera podría tener listo uno para cuando se fuera. tenía que empezar por preparar los lienzos, hacer los bastidores, en fin. El asunto terminó en que los tendría listos en tres meses pues yo, vivía solo entonces, tenía que cocinar, otras tareas pendientes que comprometían mi tiempo, así que me tendría que pagar adelantado la mitad del dinero.

Olokun, colección privada de Pennsylvania, EE.UU.

Yo tenía suficiente óleo, y varios colores en tintas de imprenta, me sentía cómodo y me parecía un paseo el trabajo, por lo que le dije que le cobraría treinta dólares por cada cuadro. Intentó regatear, pero no cedí ni un palmo, algo raro en mí, por lo que me sentí satisfecho, porque decir no y mantener un criterio a riesgo de perder un negocio no era algo que yo acostumbrara a hacer.

Claro que no podía dejar de entregar alguna pieza a mis clientes de La Catedral, pero tampoco podía sostener la misma cantidad de entregas semanales. Pero ya en el tercer mes en que debía entregar los cuadros no pude entregar ninguno de mis trabajos en madera en La Catedral.

Con los días y en conversaciones con otros colegas, pintores de la barriada, me di cuenta que podía haber pedido bastante más, «al menos cincuenta» me dijo uno… pero sería para la próxima vez… «Salomón muriendo y Salomón aprendiendo», decía siempre mi madre en casos semejantes.

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