El maltrato con que vivimos los cubanos

Ilustración por Yasser Castellanos

Por Verónica Vega

HAVANA TIMES – Desde que me levanto lo primero que hago es buscar el horario de apagones.

No hay gas para cocinar, así que las acciones deben ser ajustadas para que la comida no se quede a medias. Incluso hago más café para guardar en un frasco, me apuro preparando todo lo que se precisa mezclar en la batidora.

Según avanza el tiempo siento una angustia creciente, que a veces me impide organizar mis pensamientos y actos.

No hay que olvidar que el motor del agua funciona también con electricidad y cuando vives en un edificio de apartamentos hay que coordinar muy bien para que coincidan: el agua, la luz y la presencia de la mayoría de los vecinos. Sólo entonces se pone el motor y puedes, por ejemplo, lavar toda la ropa acumulada.

A veces cortan la electricidad fuera del horario anunciado y la ponen al cabo de diez, veinte, treinta minutos… En otras ocasiones la ponen y quitan tantas veces que uno pierde la cuenta y la expectativa de la permanencia. La angustia es lo único que se establece mientras uno corre a desconectar los equipos para que no colapsen, y afuera se escuchan imprecaciones. Algunos vecinos se sientan en el balcón «a esperar», como dicen, «a que se acabe el relajo con la luz».

Nunca se sabe qué provoca estos eventos tan desconcertantes. Quizás uno debería estar adaptado a lo intermitente de casi todo. A que no te consideren, ni te respeten. Pero la verdad es que no sucede así.

Por instinto uno se construye un oasis, aunque sea a pedazos, aunque sea desangrándose como esos vendedores que caminan kilómetros a diario, bajo el implacable sol, tratando de vender su mercancía (escobas, trapeadores, cubos, y todo tipo de utensilios de plástico); o lo construyes, como en mi caso, con la ayuda de familiares que viven fuera de Cuba, siempre con el sueño de que el confort pueda estabilizarse.

Los apagones son un trauma nacional. Desde el Período Especial, que nunca se declaró concluido oficialmente. Como un virus, parece haber asimilado los medicamentos que intentaron combatirlo y ha vuelto con más potencia aún.

Una amiga de Holguín me dice que no puede más, que a causa de los apagones se pasa todo el día con dolor de cabeza. Ahora que por fin tiene una computadora y un compromiso de trabajo para publicar un libro, nunca coinciden la inspiración y la electricidad.

Yo misma a veces siento que no puedo más y ahora, que tengo bicicleta, si es de día trato de escapar de esas horas donde todo está en pausa.

Pero la calle es inhóspita, y densa. Si te animas a comprar cualquier cosa, los precios son alucinantes y la gente luce tan marchita… Aunque no se rinda, porque el cubano es un guerrero de la adversidad, se puede calibrar en sus ojos el peso del cansancio.

Por otro lado, los parajes sujetos a mí a través de la memoria destilan un abandono que resulta lacerante. Rodar pendiente abajo es una maravilla, especialmente en la loma de Alamar, como le dicen al largo tramo de dos calles que corren paralelas al río de Cojímar. Aquí, la vegetación es profusa y hermosa. Puedes descender sin pedalear, y mientras la gravedad te lleva, piensas que vas directo a las manos de Dios y que nada maligno, jamás podrá acontecerte.

Como esa idea asimilada en la infancia acerca de la felicidad. No nos llega mediante palabras explícitas. Es una seguridad que se va desarrollando junto a la extensión de los huesos, de los músculos, y la conciencia de habitar un cuerpo en este mundo. Es algo casi tangible, como los abrazos maternos: un sentido de pertenencia.

La vida nos da la bienvenida, en la misma tierra donde uno abre los ojos por primera vez.
Los que nacimos en Cuba después de 1959, estamos familiarizados con el concepto de crisis. Hemos pasado por tanto y la precariedad, el desabastecimiento, lo incierto forman parte ya de nuestra estructura mental. Como las lesiones en el cuerpo físico.

En mi primera novela autobiográfica publicada en Francia en 2010, incluí un pasaje en que narro cuando viajaba un día con Yasser en una guagua sin ventanillas. Los vehículos pintados de color amarillo, eran recién importados y les habían desinstalado el aire acondicionado.

Mientras sentía el sudor correr por mi cara y la sensación de fatiga crecer al límite del desvanecimiento, un hombre estalló diciendo: «Los cubanos pasamos un trabajo de pinga»…

Trabajo, esfuerzo, empellones como cuando te subes a esa misma guagua atestada de gente, o defiendes tu turno en una cola para comprar algún alimento. Siempre pugnando, defendiendo tu lugar dentro de una multitud. En una guerra interminable.

Pero las guerras no son el estado natural. Ni las crisis.

Incluso con un cuerpo lesionado, uno se sobrepone. Las heridas cierran y el sistema se prepara para dejar atrás el revés, recuperarse, y prosperar. Uno espera y siente que merece una experiencia diferente: la de la plenitud. También los cubanos merecemos esa felicidad buscada a toda costa, guiados por una fuerza interna que no se rinde a pesar de un panorama cada vez más desolador.

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