Qué sería de Alamar sin los árboles

HAVANA TIMES – Alamar, comunidad al Este de La Habana, fue un proyecto iniciado con gran bombo por la revolución, en los años 70.

Brotando del esfuerzo directo de microbrigadas de trabajadores que necesitaban una vivienda propia, además de varias escuelas, un bello cine y tres policlínicos, llegó a tener una piscina gigante de agua salada que constituía la felicidad de niños y jóvenes.

El progreso, aún en ciernes se detuvo de golpe con la caída del campo socialista y pasó a ser una comunidad relegada al olvido.

La arquitectura de los edificios diseñados al estilo soviético, ignorando las características del trópico y la urgencia de los portales para aliviar el trasiego a través de las calles, y bajo un calor casi perenne, provoca con sus líneas angulosas y repetitivas, una gran monotonía visual.

Esta fatalidad estética sólo se redime gracias a la belleza natural de la ubicación del reparto, que corre paralelo a la costa y tiene una entrada en pendiente junto al río de Cojímar.

Belleza cada vez más maltratada que resiste a la depauperación generalizada y cada verano pone en el paisaje una nota de esperanza.

Con grandes extensiones de tierra roja y otras zonas rocosas, de indistinta vegetación, es muy común la malanga silvestre, y también las enredaderas se deslizan a través de las cercas de jardines y fincas improvisadas.

Qué sería de los alamareños sin la amable presencia de los framboyanes, los robles blancos, que matizan el aire con su lluvia de flores de tenue color, o sin el perfume de las flores de pelusa de las leucaenas. O sin las hermosas flores colgantes de las acacias amarillas, con sus vainas cilíndricas, repletas de dulces láminas redondas. O esa profusión de color que constituye la buganvilia.

En localidades urbanas de la capital donde no existe este espacio de colorido y oxígeno, de alboroto de pájaros, careciendo además de la vistosa artificialidad del progreso, la vida se vuelve aún más opresiva.

Entre paradas y mercados afectados por la escasez de productos, de opciones, privados de la exhuberancia de la variedad y de las trampas retinianas al consumidor en el mercado libre, aquí los árboles se yerguen y compensan (al menos visual y espiritualmente), la falta de perspectivas sociales.

Qué sería de Alamar, relegado en la periferia, (7 kilómetros después del túnel de la bahía de La Habana), sin este continuo recordatorio de la naturaleza de que la prodigalidad aún existe y se renueva cada año, para todos.

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